Cuando el 27 de enero de 1945 el Ejército ruso entra en el campo de exterminio de Auschwitz y libera a los pocos prisioneros que todavía quedan en él, el fino velo que hasta entonces había separado la decencia moral de la ética cartesiana europea, culta, racional y al final indiferente, se rompía definitivamente. Nada de lo que habían visto hasta ese momento podía compararse con el horror extremo al que tuvieron que acostumbrar sus ojos en un solo instante. El mismo instante que transcurrió entre la sensación de extrañeza que les invadió y la constatación de que estaban frente a seres humanos a pesar de su deplorable aspecto.
Por el contrario, sentimientos de profunda desesperación se apoderaron de los supervivientes cuando, al verse reflejados en los ojos de los soldados que los liberaban, comprendieron la magnitud de su soledad. Rechazados por todos y despojados de todo, de nuevo vagarían como fantasmas errantes bajo los cielos encapotados de Europa en busca de su identidad deshilachada y su auténtica Libertad. Los medios de comunicación asaltaban las conciencias del mundo civilizado con fotografías que desgarraban el alma. La iconografía del horror había dado también un salto cualitativo.