Un 11 de marzo, dos países, España e Israel, se despertaban de luto. España, aquel viernes de 2003, desayunaba con el shock de un atentado terrorista, el mayor de su historia, que se saldaba con la friolera cifra de 192 muertos y 1.858 heridos. Atentado terrorista de corte yihadista que dejó a la sociedad española profundamente sorprendida, fracturada desde el punto de vista político y en alerta temprana. Ocho años después Israel, acostumbrado no obstante al llanto, amanecía conmocionado por el brutal asesinato de una familia completa en Itamar a manos de un joven terrorista palestino. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, en Japón, un terremoto de magnitud 9.0 seguido de un tsunami y un maremoto provocaba el colapso de la Central Nuclear de Fukushima, obligando a las autoridades a declarar el Estado de Emergencia Nacional ante la posibilidad de que se produjeran filtraciones y vertidos radiactivos. El torbellino mediático y político que provocó el recuerdo del atentado de Madrid y la catástrofe nuclear en Japón, no dejó espacio para abordar el sufrimiento de una niña israelí que acababa de perder a sus padres y a sus tres hermanos.
Yo me hice eco de ese sufrimiento y escribí este artículo que publiqué en Infomedio y que abajo reproduzco.