Cuando el 27
de enero de 1945 el Ejército ruso entra en el campo de exterminio de Auschwitz
y libera a los pocos prisioneros que todavía quedan en él, el fino velo que
hasta entonces había separado la decencia moral de la ética cartesiana europea,
culta, racional y al final indiferente, se rompía definitivamente. Nada de lo
que habían visto hasta ese momento podía compararse con el horror extremo al
que tuvieron que acostumbrar sus ojos en un solo instante. El mismo instante
que transcurrió entre la sensación de extrañeza que les invadió y la
constatación de que estaban frente a seres humanos a pesar de su deplorable
aspecto.
Por el
contrario, sentimientos de profunda desesperación se apoderaron de los
supervivientes cuando, al verse reflejados en los ojos de los soldados que los liberaban,
comprendieron la magnitud de su soledad. Rechazados por todos y despojados de
todo, de nuevo vagarían como fantasmas errantes bajo los cielos encapotados de
Europa en busca de su identidad deshilachada y su auténtica Libertad. Los
medios de comunicación asaltaban las conciencias del mundo civilizado con
fotografías que desgarraban el alma. La iconografía del horror había dado
también un salto cualitativo.
La Historia
de la Shoah es la Historia de la naturaleza misma del Mal y de cómo el poder
destructivo del hombre puede llevar a gente normal y corriente a despojar a
otro Hombre de toda su humanidad por la simple aplicación de una ideología que
lo convierte en subhumano. Exclusión, deportación y exterminio son
términos que entran de lleno en ese breviario del odio en que se
convirtió la paranoia racista que caló hasta los huesos desde el primero al
último de los europeos. Crueldad elevada a la categoría industrial. Otro salto
cualitativo en esa vacuna social contra el dolor ajeno. En esta ocasión se
había cruzado el límite. El enemigo no combatía en un frente abierto. Ni
siquiera se defendía. No eran criminales. Ni sabandijas. Eran personas. Mujeres
y niños, ancianos y hombres, sanos y enfermos. Que vivieron con honor
manteniendo y transmitiendo su legado en condiciones extremas y murieron con
honor sin recibir una sola medalla y sin ejercer siquiera el derecho a elegir
como hacerlo.
La Historia
de la Shoah es la de más de seis millones de historias personales arrebatadas
fríamente y sin conciencia, en las que solo el destino, con la colaboración de
algunas almas buenas, quiso que un número significativo de ellas traspasaran el
umbral de la muerte en vida para contar lo que en ese tiempo oscuro ocurrió. Pedagogía
del horror para dar testimonio, provocar la reflexión y evitar que las
voces de las víctimas quedaran silenciadas por el tiempo y el remordimiento de
los que pudieron y no hicieron nada para cambiar el curso de la Historia.
Porque la
Historia de la Shoah es la historia de la implementación paulatina de una
política de hechos consumados que tenía por objetivo la aniquilación de los
judíos de Europa. En el camino, ya puestos a limpiar la raza humana de mugre
impura, se llevaron por delante a discapacitados, minorías étnicas,
homosexuales, asociales o disidentes políticos. El Dios agonizante de nuestros
antepasados moría y la decisión sobre la vida y la muerte recaía ahora en esas bestias
rubias que jugaban a ser dioses. El trasfondo, la guerra. Que, con toda su
crudeza, no fue sino el tapete donde todas las naciones jugaban a repartirse
los jirones de una Europa depravada que miraba al otro lado ante el sufrimiento
del perseguido: el judío.
La caza
del judío se convirtió en un deporte nacional exportable y exportado,
festejado e incluso condecorado. Casa por casa, barrio por barrio, calle por
calle, trasteros, sótanos, alcantarillas, pajares, setos, arbustos… los lugares
más inverosímiles, cualquier rincón de cualquier lugar de Europa donde pudiera
esconderse un judío… Todos tenían alguna razón. Para unos, ni siquiera eran
personas. Ratas, bacterias, simples virus que infectaban la sociedad. Igual que
nuestro organismo se defiende ante la invasión de un cuerpo extraño y se hace
inmune, la solución necesaria para sanar el cuerpo social se tuvo que ir
perfeccionando en aras de conseguir la mayor eficiencia y eficacia al menor
coste posible: balas, dióxido de carbono, Zyclón B. El darwinismo social
llevado al paroxismo de la industrialización. De la muerte, en este caso.
Auschwitz-Birkenau, Belzec, Sobibor, Chelmno, Majdanek, Treblinka o Maly
Trostenets, éste último en Bielorrusia. … y así hasta cerca de 20.000 campos de
concentración y de la muerte repartidos por toda Europa. Un universo de
concentración a cielo abierto y que no era necesario ocultar. Siglos de
prejuicios habían abonado el terreno. Sin la colaboración de la población civil
no hubiera podido llevarse a cabo semejante infamia. Responsabilidad colectiva,
por acción o por omisión.
Muchos de
estos cementerios, fosas comunes, antiguos campos, guetos o lugares de Memoria
son hoy día ruinas o frondosos bosques cuyo silencio aturde. Memoria
desvanecida en el tiempo y diluida en un paisaje que no tiene huellas. ¿Puede
un hombre moral mantener su código de moralidad en un mundo inmoral?, se
preguntaba con pesar Mordechai Anielewicz, el comandante de la Organización
Judía de Combate, muerto durante ese acto heroico de resistencia que significó
el levantamiento de unos pocos hombres del gueto de Varsovia contra la barbarie
nazi aquel 19 de abril de 1943.
Los Justos
entre las Naciones, los que lo
son por certificado oficial y los anónimos, demuestran que sí es posible,
porque siempre hay una opción moral contra el Mal. En cualquier lugar y
circunstancia. Y que sobrevivir en tiempos oscuros es el mayor acto de
resistencia frente al Mal y frente al olvido. Los muertos hoy conforman el
espíritu de una nueva nación libre y democrática, aunque en Auschwitz, Chelmno
o Sobibor muriera la dignidad. A pesar de que allí pereció también toda la
Humanidad.
Artículo Publicado originalmente en El País el 27 de enero de 2014.
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