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La Noche más larga

No hay nada peor que perder la memoria para tropezar de nuevo en la misma piedra. Y desde que el mundo es mundo, al menos desde el instante en el que, según la Tradición, Dios decidió elegir a un puñado de hombres para que guiasen a toda la Humanidad a hacer de este mundo un lugar de paz y moralidad, digna morada de Dios en la Tierra, la ponzoña del antijudaísmo está instalada, con más o menos fortuna, en los corazones del resto de una Humanidad que no entendió a lo largo de su dilatada Historia que lo de Pueblo Elegido no era una patente de corso otorgada por las Alturas para esclavizar al resto de naciones, sino una metáfora para explicar la forma en la que Dios se introduce en el mundo a través de un intermediario que ha conservado con pasmosa fidelidad y lealtad a sus antepasados el mensaje profético, transmitiéndolo a toda la Humanidad. Este pueblo excepcional, llamado a ser una luz para las naciones, que ha fundamentado el concepto de dignidad humana y que se rige por un código ético y de conducta lo suficientemente estricto y cohesionado como para haberle permitido sobrevivir en entornos hostiles, se ha destacado por una creatividad y riqueza intelectual tan admirada como envidiada.  Un paria entre las naciones al que el sambenito de parásito cuajó tanto en el subconsciente colectivo que cuando se decidió fumigarlo nadie reparó en el posible sufrimiento de la víctima. La inmunidad ante el dolor del peligroso enemigo traidor, de esa lacra social extendida como un tumor cancerígeno, del subhumano, en definitiva, era tal…, que la única preocupación de la culta, refinada  y civilizada sociedad europea terminó siendo cómo mejorar el procedimiento de su aniquilación para que fuera limpio, rápido, inodoro y eficaz.

Todo final tiene un principio, y todo principio, una excusa. Y Alemania, simplemente, fue la nación que enarboló la antorcha que prendería la pira en la que expiró la Humanidad. El asesinato de un secretario de tercera de la embajada alemana en París, un tal Ernst von Rath, el 7 de noviembre de 1938, por un joven judío de diecisiete años -  Herschel Grynszpan –, impotente ante la deportación fulminante de los 17.000 judíos alemanes de origen polaco y el destino de su familia, fue la chispa que desató, dos días después, una orgía de violencia desenfrenada, en diversas ciudades de Alemania y los Sudetes, contra la integridad física y las propiedades de la colectividad judía. Esta violencia, espontáneamente ordenada por el propio Hitler, organizada por Goebbels y cometida por las SS, las Juventudes Hitlerianas con apoyo de la SD y la Gestapo, y la población civil, marcarían un punto de inflexión en ese proceso de segregación social y política que había convertido ya a los judíos en criminales. La Noche de los Cristales Rotos marca el principio de la expulsión de la Presencia Divina del alma de la Humanidad y la caída de la conciencia moral en el pozo de la oscuridad y las Tinieblas. En esa larga noche del 9 al 10 de noviembre, los saqueos a casas, escuelas y comercios; la quema de 1.574 sinagogas; la profanación y destrucción de cementerios; los 91 judíos golpeados hasta la muerte; los 30.000 hombres y niños deportados en masa a los campos de concentración de Dachau, Buchenwald y Sachenhausen, o las medidas punitivas que se toman en los siguientes días, pronostican ya el exterminio físico de los judíos de Europa.

El odio al judío no murió el día en el que el mundo se dio de bofetadas con la magnitud de una realidad que había tratado de minimizar, justificar, incluso esconder; ni siquiera sintió vergüenza por haber bajado a los abismos de la mano de los que ahora señalaba como responsables de la maquinaria exterminadora; no murió, porque en el fondo de su alma, siempre ha sentido pesar por el resultado de esa tarea emprendida pero no terminada. La Bestia se calmó sólo momentáneamente en la medida en que hacía efecto el somnífero de la distracción y la corrección política aplicada a todas las esferas de la actividad pública. Hoy, como ayer, la bestia simplemente ha mutado, y los desafíos a los que se enfrenta la Comunidad Internacional en esta nueva noche larga en la que hemos entrado - con un Oriente Medio redefiniendo sus fronteras, una Europa autista y un islam totalitario y genocida - no invitan precisamente al optimismo. Europa y el mundo siguen acomplejados por un pasado del que no pueden huir y enfrentan sus fantasmas mirándose en el cristal roto de un espejo distorsionado.     


La única certeza, 79 años después de aquel acontecimiento diluido en el Tiempo y perdido en la Memoria, es que los judíos, a pesar de los vientos desfavorables, a pesar de Auschwitz, dejaron de ser el pueblo errante de la Historia y se hicieron dueños de su propio destino en su tierra, en Israel, construyendo el único Estado que existe en el mundo de judíos y para judíos y en el que no se excluye a nadie por razón de raza, sexo, religión, condición o ideología. Un Estado soberano, libre y democrático, con los defectos propios de cualquier Estado, como no podría ser de otra manera, pero, el único en el mundo que se enfrenta desde su nacimiento al doble desafío de garantizar la Seguridad de sus ciudadanos y seguir manteniendo los estándares más altos de moralidad y justicia como objetivo nacional. Mal que le pese al mundo, un Pueblo, un Estado, una Nación que crece, progresa, crea y comparte su conocimiento y su ciencia con la Humanidad entera porque entiende y asume con responsabilidad el peso de esa misión encomendad en su día por el Creador de infundir al mundo una luz espiritual como la obligación – Tikun – de reparar la imperfección mediante la acción individual, de manera que cada ser humano, cuando abandone este mundo, lo deje mejor que como se lo había encontrado. Todo lo contrario de lo que hacen los que, a diario, cuestionan su existencia y piden su aniquilación.   

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