“Yo acuso a todos los Jefes de Estado y de Gobierno de entonces, que sabiendo lo que ocurría, miraron a otro lado y no hicieron nada para mitigar o terminar con el sufrimiento del pueblo judío y de todos aquellos seres considerados inferiores o que pensaban diferente, y que tuvieron la desgracia de cruzarse en el camino de los criminales nazis y sus aliados”. Es la terrible sentencia, que con motivo de los Actos de Conmemoración de la Memoria de la Shoa, hacía a finales del mes de enero en Madrid Jorge Klainman, uno de los tres últimos supervivientes de habla hispana que todavía viven para contar aquel infierno en la tierra que significó Auschwitz para la conciencia de la Humanidad.
Como un martillo, estas palabras golpeaban aquella fría tarde de invierno los oídos de un pequeño grupo de adolescentes privilegiados que le escuchaban con atención y emoción contenida, pero incapaces de ponerse en su piel y entender la magnitud del drama que les relata este hombre afable que logró sobrevivir seis veces gracias a la intercesión del Cielo. Siete milagros, según él – el último, atreverse a enfrentar su pasado y derribar el muro de silencio que le sepultaba –, burlaron la muerte para obligarle a cumplir con el deber de testimoniar el proceso de deshumanización que cubrió de sangre todo el Continente europeo hace apenas un suspiro en el Tiempo. Deber de hablar en nombre de todos los que no sobrevivieron, y de contar que ese proceso pondría en evidencia, no sólo la infinita capacidad de perversión que tiene el ser humano, sino también su firme determinación de poner en práctica todo el mal que es capaz de imaginar.
Recordar duele, y Jorge Klainman es uno de esos 350.000 sobrevivientes que Dios eligió para que fueran testigos ante las generaciones venideras de lo que el mundo fue capaz de consentir. Porque, ya en la primavera de 1942, británicos y americanos conocían perfectamente el Plan de asesinato masivo contra los judíos que se estaba llevando a cabo en el Este de Europa a través del testimonio de un testigo de excepción – Jan Karski -, que había logrado huir del campo de exterminio de Belzec. No obstante, los planes de los Aliados no pasaban por salvar judíos, limitándose tan sólo – el 17 de diciembre – a emitir una única y mera Declaración que reprobaba – no condenaba – las atrocidades realizadas por los nazis en contra de los judíos. Faltan palabras para describir tanto horror cometido a cielo abierto. Europa entera se convirtió en un cementerio con la complicidad de un mundo impasible que optó por callar cuando no por apoyar y dejar actuar. Las medidas que tomaron los nazis y sus aliados fueron públicas, nunca se ocultaron: invierten el orden moral, anulan los Diez Mandamientos, expulsan la Presencia de Dios en la Historia ya incluso antes de la guerra…Pero no importa: son judíos y la semilla del odio ha prendido primero en el lenguaje como antesala del genocidio. La Guerra, después, liberará aún más la barbarie, permitiendo, que a través de sus ventanas se cuele un soplo de humanidad en un puñado de hombres buenos, incluso de heroísmo entre las propias víctimas en su afán cotidiano de seguir sintiéndose humanos: arreglarse el pelo, mantenerse limpios, intentar seguir con las rutinas familiares, rezar, leer, cantar, pintar… en definitiva, una resistencia ética a los múltiples dilemas a los que se enfrentarían hombres, mujeres y niños de toda condición y edad para no renunciar a la libertad de elegir morir con dignidad.
Han pasado ya 70 años desde aquellos acontecimientos escalofriantes que relata Jorge, y que comparten los últimos testigos de una maldad sin límites que controló el mundo y transformó la vida en un infierno. Una nación y un pueblo alrededor de un líder dispuesto a conquistar el mundo, y un mundo inmunizado ante el sufrimiento de los que creían portadores de rasgos genéticos indeseables. Un soldado americano plasmaría de este modo en su diario su encuentro con la realidad del exterminio: “Es la visión más horrible que he visto jamás. Lo sabíamos; el mundo había oído rumores, pero hasta entonces, ninguno de nosotros había visto algo así. Era como si cada uno de nosotros nos adentráramos en el fondo de un corazón negro, un corazón oscuro”.
Costase lo que costase, el régimen nazi empleó todos los recursos a su alcance para continuar con la maquinaria de matar porque pensaron que podían ganar esa guerra, la del exterminio, aunque para ello tuvieran que perder la guerra militar. Las cifras son tan escandalosas que abruman. El Centro Internacional para la Memoria de la Shoa de Jerusalén, Yad Vashem, hace tiempo que puso nombre, cara e historia a 7.000.000 millones de personas, más que la congelada y cuestionada cifra de 6.000.000 millones. Porque algunos, en su delirio nihilista, no sólo la consideran exagerada, sino incluso inventada. Lo que es evidente, es que el mundo nuca sabrá a quién se perdió o cuánto se perdió en esta vorágine de matanza industrializada y sistemática. Nunca sabremos, entre esa amputación obscena de nuestro cuerpo social, cuántos avances en el campo de la música, la medicina, la física, la ingeniería, la literatura, las artes o las manualidades se hubieran producido. La Humanidad nunca sabrá cuánto de bueno perdió al dar la estocada al Pueblo que eligió ser libre para escoger en su lugar al que pone grilletes en nombre de ese otro Dios anacrónico, cruel y autoritario.
Jorge Kleinman, Isaac Revha, Jacques Strumza, Masha Golberg, Jana Bar-Yesha, Malka Rozental o Tzila Yoffan, son sólo la voz cansada de un relato que se extingue. Porque el salto generacional entre este hombre que en marzo ha cumplido 87 años y su público adolescente no es la edad, sino el abismo intelectual y moral en el que están sumido las generaciones menores de 40 años de toda Europa y casi prácticamente de todo Occidente. Los nazis no fueron sólo un puñado de criminales sueltos que sembraron el terror y congelaron el holocausto como un acontecimiento más en medio de un párrafo medio escondido en los libros de Historia. Fueron el último eslabón de una cadena de prejuicios de nacen en el momento en el que el antiguo pueblo israelita de la Biblia elige adorar a un Dios que representa la Libertad y la Ley. Una de las principales lecciones del judaísmo es que cada hombre es responsable de otro hombre, porque todos vivimos en el mismo mundo y debemos compartirlo; incluso si no nos gusta, hay que intentar reconducirlo por el lado correcto. Este mensaje de unas gentes libres, creadas a imagen y semejanza de Dios, que se quedan con el fruto de su trabajo a cambio de cuidar con responsabilidad la obra de Dios en la Tierra, es tan poderoso y otorga una identidad tan fuerte aunque esté disperso, que es difícilmente aceptable por quienes, a lo largo de la Historia, han considerado – y consideran - la libertad y el librepensamiento como una amenaza al status quo establecido.
Cuando ya no quede nadie vivo para contarlo, corremos el riesgo de que el pasado se difumine entre otros tantos crímenes y acontecimientos de la Historia salvo que, como escribía Cicerón, su memoria siga viva en la memoria de los vivos. Memoria que seguirá viva como pilar del Estado libre y democrático de Israel, a pesar de los muchos desafíos a los que hoy, 67 años después de aquellas lecciones nunca aprendidas, y de nuevo con el auge del antisemitismo disfrazado de crítica política, se enfrenta dentro y fuera de sus fronteras.
Dice un proverbio húngaro que el ser humano todavía no se ha sometido a todo lo que es capaz de soportar. Triste augurio para quien todavía tiene fe en la Humanidad y en el Porvenir del hombre. Desgraciadamente, ese corazón oscuro vuelve a latir en el desprecio que demuestra por la vida hoy un Islam totalitario y anacrónico que prostituye el nombre de un dios vengativo que sólo existe en su imaginación. Hoy, como ayer, Occidente, vacío de contenido moral, mira para otro lado ante el genocidio que sufren los cristianos en las tierras dominadas por el islam, sepultados, como antaño los judíos, sin flores ni coronas. La fortaleza moral y la conciencia individual pueden vencer el Mal, pero la Historia juzgará, de nuevo, a los Jefes de Estado y de Gobierno de hoy que, sabiendo lo que ocurre, miran para otro lado y no hacen nada para proteger a la Humanidad del avance de la barbarie.
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