Hay efemérides que pasan desapercibidas, otras que son significativas, y algunas que dejan una huella profunda, en el corazón y en la Historia, sobre todo si el hilo que las teje son acontecimientos o personajes extra temporales que llaman a la conciencia universal y observan, desde las profundidades de los secretos diplomáticos, la evolución de una región tan nombrada como poco conocida.
Cuando en 1993 Simon Peres, entonces Ministro de Asuntos Exteriores, se refería
a los Acuerdos de Oslo como el amanecer de la paz, y avanzaba su
propuesta de desarrollo para un Nuevo Oriente Medio camino del siglo XXI (Shimon Peres, Oriente Medio, Año Cero. Grijalbo, 1993), este visionario
personaje que se definía a sí mismo como hijo
de una generación que perdió un mundo y se puso a construir otro, ya sabía
que la línea divisoria de la historia de Oriente Medio se trazaría entre los valientes
que ya estaban maduros para el cambio que se avecinaba y los que perderían la
oportunidad de construir un mundo nuevo más justo, manteniéndose incapaces de
dejar atrás las sombras del pasado y cambiar las imágenes estereotipadas contra
el adversario. Un 21 de junio de 1997 tuve el privilegio de conocer en Madrid a
este ser entrañable con el que traté en tantas ocasiones cuestiones livianas de
índole personal y grandilocuentes de Política con mayúsculas mientras imaginaba
un futuro mejor para árabes y judíos. Un 15 de septiembre de 1998, recién
llegada a Israel, me recibía en su despacho del Peres Center for Peace en Tel Aviv. En mi cuaderno de notas que aún
conservo apunté unas palabras proféticas: en
veinte años, Israel será una realidad reconocida y aceptada en la región. Los
beneficios con los países del Golfo abrirán la puerta del entendimiento y la
cooperación mutua en otras regiones. Pocas personas han dejado una huella
tan profunda en mi carrera y mi existencia como él. Efectivamente, aunque el
corazón del Presidente de Israel dejaba de latir un 26 de septiembre de 2016, no se equivocó. Veinte años después de
aquella profecía, el 15 de septiembre de 2020 la imagen icónica de la firma en
la Casa Blanca de los llamados Acuerdos
de Abraham cambiaba la perspectiva de gran parte de Oriente Medio.
Un año después de la normalización de relaciones diplomáticas entre Israel y los países árabes del Golfo – Emiratos Árabes Unidos y Barhein -, Marruecos y el acercamiento a Sudán, el mundo mira con relativo optimismo esta experiencia diplomática, impensable hace sólo una década, para tratar de resolver los conflictos internacionales que permanecen estancados y los desafíos que enfrenta una Organización Internacional, como las Naciones Unidas, criticada, no sin razón, por inoperante, innecesaria y, en algunos casos, hasta contraproducente. Oriente Medio tiene su ritmo y es necesario conocerlo y respetarlo. Unidos por las oportunidades regionales y la necesidad de combatir las amenazas conjuntas, pero también por la búsqueda de la estabilidad y el desarrollo con un Israel que es parte del nuevo orden regional que se vislumbra, y que se materializa en gestos tan elocuentes como la revisión y eliminación de contenidos antisemitas y hostiles en los libros de texto de países tan significativos como Arabia Saudí, Marruecos, Omán, incluso Sudán y Qatar, en el restablecimiento y visibilidad de comunidades judías en Emiratos Árabes Unidos o Barhein o en el levantamiento del veto a los pasaportes israelíes por parte de Bangladesh. Una nueva realidad que promete más prosperidad, que se ha sellado con más de cuarenta Acuerdos bilaterales en ámbitos sectoriales concretos – Alta Tecnología, medicina, cultura, ciencia, economía o turismo - y que contrasta con la anomalía del régimen iraní de los ayatolás, implicado en actos subversivos en toda la región y empeñado en fomentar el odio y el enfrentamiento entre dos pueblos con fuertes vínculos históricos y que en el fondo anhelan la paz y la prosperidad.
Si el impulso del ex presidente Donald Trump hizo posible que los
hijos de Abraham se reencontraran, el legado del nuevo inquilino de la Casa
Blanca, Joe Biden debiera ser, como señalan los analistas Victoria Coates y Len
Jodorkovsky (The Jerusalem Post,
febrero de 2021), servir de puente entre los pueblos de Irán e Israel y acercar
ambos países hacia la normalización en una reconfiguración de Oriente Medio
donde la actual competición con las otras potencias en liza – Rusia, China,
Turquía – ofrece oportunidades para cambiar el curso de la Historia mediante la
cooperación. El coste de la guerra ha sido demasiado alto y el potencial de los
beneficios del cambio relegan al activismo palestino al trauma congelado de un
discurso anacrónico que ya no ocupa el centro del proceso de paz entre Israel y
el mundo árabe.
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