En
la fría mañana del 17 de enero de 1986, cuatro días después de que nuestro país
ingresara oficialmente en las Instituciones Europeas, las delegaciones de
España e Israel firmaban, en la clandestinidad de una habitación del Hotel
Pomerade de La Haya, el establecimiento de relaciones diplomáticas,
normalizando a escondidas la realidad internacional a la que España se asomaba.
Un acontecimiento natural en la política diaria de las naciones, el de reconocerse
mutuamente y establecer vínculos políticos, económicos y culturales, pasaba
desapercibido entre el silencio y la casi oscuridad que las cortinas de la
habitación, testigo furtivo de la rubrica por poderes de los ausentes Felipe
González y Simón Peres, trataron de ocultar a la prensa y las cámaras de
televisión.
La
carga emocional, histórica y política que el largo desencuentro entre España y
el mundo judío no había logrado superar en siglos, adquiría una nueva dimensión
con la emancipación nacional del ishuv
y la creación del Estado de Israel en 1948, tres años después de que la locura
genocida que había envuelto a Europa casi acabe con la presencia judía del
Viejo Continente. España e Israel, por cuestiones evidentes de posicionamiento
ideológico del régimen de Franco durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra
Mundial, tampoco se reconcilian entonces, y la diplomacia española, que busca
salir de la autarquía e integrarse en el nuevo concierto Internacional de las
Naciones Unidas, encuentra su lugar entre los nuevos Estados árabe-musulmanes,
surgidos de la descolonización, marcadamente antijudíos, antisemitas y anti
democráticos, pero necesariamente útiles por su poder numérico y económico. España
se asegura el voto favorable del bloque musulmán y tercermundista, y a cambio
de la garantía del suministro de hidrocarburos a precios muy ventajosos, se
convierte en el puente y portavoz de los intereses árabes en Europa y América Latina,
y en el estandarte de la causa palestina ante los Organismos Internacionales. La
tradicional amistad de España con el
Mundo Árabe se forjará sobre el principio de intereses compartidos, pero
también sobre la mistificación de Al-Andalus y la recreación de un pasado
idílico común, el antiisraelismo militante y el compromiso de no reconocer
nunca la existencia ni legitimidad de Israel ni establecer relaciones
diplomáticas con el Estado judío. El chantaje permanente de los árabes, el
miedo a que el terrorismo islámico-revolucionario que azota en los 70 y 80 las
capitales europeas castigue también a España, y la política de guante blando de
nuestras autoridades con Marruecos, esperando así conjurar el fantasma de la
reclamación alauí sobre Ceuta, Melilla, el Sahara Occidental y Las Canarias, convierte
el reconocimiento del Estado Palestino en un asunto de Estado para los
sucesivos gobiernos, ya revestida la causa
de progresista desde la llegada de la
Democracia, a pesar de la evidente deriva autoritaria, terrorista, corrupta y
negacionista del liderazgo palestino desde los primitivos tiempos de la OLP.
Han
pasado treinta años desde que aquella fría mañana de invierno en La Haya
nuestro país decidiera a hurtadillas reparar esa anomalía histórica de vacío
diplomático con el Estado de Israel y reconciliarse a la vez con su legado
histórico sefardí, y el balance de unas relaciones que juegan al escondite
desde entonces se asemeja más a un coctel de actitudes y sentimientos
encontrados, que oscilan desde la admiración por un país que combina como
ninguno tradición y vanguardia, al odio más irracional cuando el debate
ideológico se carga de antisemitismo disfrazado de antisionismo. El peaje que
paga todavía España por su política de contrapesos se traduce en la práctica en
un comportamiento contradictorio como sociedad, que nos lleva a mostrar las
simpatías más perversas por los líderes y los movimientos radicales
antiliberales más variopintos, a elevar a categoría de Estado estrategias de
pacificación, a exigir respeto por costumbres o ideologías que atentan de
manera flagrante contra los derechos humanos sin exigir a cambio reciprocidad,
o a recuperar nuestro legado sefardí como algo del pasado exótico y remoto mientras
que cuestionamos constantemente y hasta extremos inaceptables el derecho a la
legítima defensa de una democracia amenazada desde todos los frentes, y votamos
propuestas histriónicas en los Organismos de Naciones Unidas que señalan al
único Estado judío del mundo como la fuente de todos los problemas
internacionales, insultan la inteligencia y el sentido común más elemental o
borran de un plumazo la Historia de la Civilización que ambos pueblos
compartimos.
Vivimos
tiempos de incertidumbre política, económica y, sobre todo, moral. Aunque la
parte israelí se queja – con razón – de que en Madrid tenemos una vara de medir
muy estrecha respecto de cualquier actitud o comportamiento que venga de su país, a
corto plazo no parece previsible que España vaya a modificar sustancialmente su
Política Exterior en Oriente Medio, y no es descartable que demos algún que
otro disgusto a nuestro socio israelí al utilizar nuestra influencia en las
Instituciones Internacionales para precipitar el reconocimiento unilateral de
un Estado palestino que, hoy por hoy, no garantiza que vaya a convivir en paz junto
a un Estado judío al que niega legitimidad y derecho a la existencia.
No
obstante, la necesidad de establecer una estrategia conjunta frente al
terrorismo islamista, y el potencial económico, militar, cultural y científico
que aún queda por explorar, serán las prioridades que marquen la Agenda de las
relaciones diplomáticas entre España e Israel en las próximas décadas, y que
permitirán, una vez que ya hemos superado las reticencias iniciales, alcanzar la
cuarta dimensión, y descubrir la verdadera riqueza histórica, política y
cultural de un país normal, libre, tolerante, multifacético, multicultural,
vivo, dinámico, comprometido y abierto.
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