Seminarios,
conferencias, exposiciones, discursos… La casa por la ventana para conmemorar
el final de las dos únicas guerras mundiales que han asolado la Historia de la
Humanidad. Y las dos, en suelo europeo y con un lapsus de veinticuatro años
entre ambas.
La Europa vencedora y la vencida explotan un acontecimiento que,
aunque amplió el teatro de operaciones por el Norte de Africa, Oriente Medio y
el Pacífico, no dejó de ser una guerra civil europea a gran escala retransmitida
en dos tiempos. Porque, más allá de las connotaciones políticas, estratégicas y
militares, ambas contiendas serían un conflicto ideológico que anunciaba una
determinada forma de concebir el mundo y que marcarían el principio de la
degradación ética del ser humano. La llamada Gran Guerra cambió hace cien años el
destino de Europa. La Segunda Guerra Mundial cambiaría el de la Humanidad. Los
nueve millones de soldados muertos, más los seis millones de incapacitados de
la Primera Guerra Mundial, testimonian con frías cifras matemáticas ese
cataclismo que pondría fin al Absolutismo Monárquico y alumbraría los grandes
cambios políticos que vendrían después.
Pero detrás del balance
político-estratégico que culmina con la caída de cuatro imperios, tres
dinastías, la reorganización del reparto de Africa y la aparición de nuevos
Estados en Europa y Oriente Medio, está la realidad: el descubrimiento por
parte de todos de que la población civil podía servir de laboratorio perfecto sobre
el que investigar y ensayar con éxito las nuevas aportaciones que la ciencia y
la tecnología pondrán al servicio del desarrollo industrial, civil y militar. En
Europa y en Asia.
El trasfondo de un conflicto bélico por la conquista y
hegemonía de un territorio y la respuesta de los que ven mermados sus intereses
geopolíticos desdibuja, ya a principios del siglo XX, esa fina división que las
guerras hasta entonces habían marcado entre combatientes y civiles, entre ellos y nosotros, entre nosotros
y el enemigo. La violencia extrema de
los enfrentamientos armados, los bombardeos sobre las ciudades y la destrucción
generalizada, la planificación y la muerte de civiles, las deportaciones
masivas, las hambrunas premeditadas, la exposición premeditada a los rigores
del clima, la crueldad y el ensañamiento en las masacres de civiles, la
explotación metódica de los prisioneros, el uso de agentes químicos y gases
venenosos para incapacitar al enemigo y contaminar el campo de batalla…No se
trata ya de simples daños colaterales.
Al enemigo, que también está entre nosotros, hay que aniquilarlo moral y físicamente. El enemigo es el adversario político, el considerado asocial, vago o maleante, el improductivo,
el disminuido físico o psíquico, el genéticamente imperfecto o impuro, y el
judío. Y, en virtud de un darwinismo
social que predica desde hacía un siglo que el mestizaje llevaría al
colapso de la civilización, se vale de la eugenesia
– higiene social – y del racismo
científico para justificar las aberraciones cometidas en nombre del
progreso y la Seguridad, y calmar, de paso, la tenue oposición moral.
Es un
Tiempo incierto, en el que los Cielos, igual que la Tierra, se cubren de rojo y
el aire huele a muerte, preludio de los exterminios en masa que se avecinan. Y
de la impunidad, la inmunidad, la pasividad, la complicidad y la indiferencia
hacia la víctima. De todos: vencedores y vencidos, gobiernos y Estados,
militares y civiles, burgueses y provincianos, vecinos y antaño amigos. Gente
de toda clase y condición que se alegró, miró a otro lado o se benefició de la
situación. En Europa y en Asia. Porque la comunidad de intereses y métodos
entre la Alemania nazi y el Imperio japonés tuvo como objetivo la limpieza
étnica en su lebensraum particular: Europa
para los primeros, Asia-Pacífico para los segundos. Afortunadamente, la tercera
pata de este triángulo macabro, la alianza con el Mufti de Jerusalén, no
prosperó a pesar de todas las genuflexiones que el jefe espiritual de los
musulmanes le hizo a su admirado Adolf,
incluyendo el envío de un batallón a Bosnia a las órdenes de la Waffen-SS. Tiempos
pasados que explican ideologías y alianzas del presente. El Diablo entraba por
la puerta que Dios trataba de cerrar el día que decidió irse de vacaciones.
La
memoria es corta y rencorosa. Y el tiempo que transcurrió entre una y otra contienda
no duró más que el suspiro de una respiración entrecortada. Lo justo para
encontrar el momento adecuado para poner en marcha esa industrialización de la
muerte necesaria para purificar la
sangre y limpiar el cuerpo social de elementos patógenos. Porque ese fue el
único objetivo del delirio nacionalsocialista: el exterminio del pueblo judío
de Europa… y del mundo, si no hubiera sido porque las ambiciones geopolíticas
de Hitler chocaron con los intereses geoestratégicos de las llamadas potencias libres, viéndose éstas arrastradas
a un conflicto que elevó el saldo de muertos a la friolera cifra de entre
sesenta y setenta millones de muertos. En esta orgía de sangre, millón arriba,
millón abajo le es indiferente al estadista. Pero una sola vida es una historia
arrancada de su pasado y cercenada en su futuro. Y más de seis millones de
judíos - concretamente 6.954.155 según las últimas investigaciones - de los
casi diez que vivían en Europa, fueron asesinados de la manera más cruel que un
ser humano pueda imaginar. El Imperio del Sol Naciente aplicó la misma saña con
los cerca de 250.000 civiles de la localidad de Nanking, ese pequeño incidente entre los más de
quince millones de muertos que dejó la agresión japonesa a China. ¿Cómo un
pueblo civilizado en pleno corazón de Europa fue capaz de concebir, planificar
y ejecutar un plan organizado al servicio de un único objetivo: el exterminio
del pueblo judío y sin que nadie moviera un dedo para evitarlo? ¿Cómo fue
posible que pasaran desapercibidas instalaciones, en Europa y en China, que
ocupaban una superficie de más de seis kilómetros cuadrados y albergaban más de
150 edificios con el único objetivo de asesinar seres humanos? Porque, simple y
llanamente, la Humanidad hacía tiempo que ya se había deshumanizado.
Cuando
Europa y el llamado Mundo Occidental se limitan a celebrar el Día de la
Victoria como el fin de un conflicto bélico y a poner flores en los monumentos
a ese soldado desconocido que murió
creyendo que combatía por una causa noble, vamos muy mal. Porque esta Europa
pacifista que alardea de Principios, esta Europa de la desmemoria incapaz de
asumir su propia responsabilidad en un pasado no muy remoto y que refuerza el
escepticismo ante la magnitud de la barbarie como algo que hicieron los otros, fue la misma que participó
activamente en la deportación de seres humanos, que se benefició del expolio de
sus propiedades y que prosperó económicamente gracias a la utilización de mano
de obra esclava. Un Mundo Occidental puntero en ciencia y tecnología porque durante
la primera mitad del siglo XX no tuvo ningún reparo moral en experimentar en
seres humanos con el fin de encontrar vacunas y remedios para combatir
enfermedades y pandemias, probar armas químicas y biológicas, probar venenos, producir
proyectiles cargados con agentes patógenos, utilizarlos como dianas para probar
nuevas armas y su alcance – como
granadas o lanzallamas-, etc. Es
imposible imaginar el sufrimiento tan extremo al que fueron capaces de someter
a hombres, mujeres, niños, ancianos y prisioneros de guerra los médicos y
personal sanitario de los campos de concentración y exterminio nazi, los integrantes
del Programa Aktion T-4 nazi, los
científicos del Escuadrón 731 del
Ejército Imperial nipón o los científicos de los Programas norteamericano Experimento Tuskegee y Operación Whitecoat.
Juicios
simbólicos y condenas por delegación
tras la rendición del Eje del Mal
como escarmiento colectivo y expiación de pecados aliados. La mayoría de los
criminales disfrutaron de una libertad, unos privilegios y una vida que negaron
a sus víctimas. Los científicos y médicos más directamente implicados en los
programas de desarrollo médico, químico, bacteriológico y balístico fueron
indultados y protegidos a cambio de
compartir los resultados de sus experimentos. Habían traspasado la barrera de
la moralidad, pero eran necesarios. Sus conclusiones serían altamente valoradas
por las dos superpotencias que se repartirían el mundo en la postguerra por sus
repercusiones políticas y militares.
El
pasado pesa sobre la conciencia, de ahí que se tenga tanta prisa en olvidarlo.
Pero en estos días de cumpleaños amargos y de celebraciones ingratas, sería
oportuno recordar que en el mismo lugar
donde hace más de cinco mil años surgió la semilla de nuestra Civilización, ese
pueblo al que la Historia quiso borrar de la faz de la Tierra acaba de cumplir
66 años como Estado independiente. Y que, a pesar de remar contracorriente en
un mundo que le sigue siendo hostil, los logros culturales, artísticos,
científicos, tecnológicos, o militares de este pequeño gran país son fruto de
un equilibrio permanente entre la necesidad de crear y la obligación de
respetar. Israel ha demostrado que para crecer e innovar no hace falta conculcar
el derecho más sagrado del ser humano: la dignidad y la vida. Quizá,
aprovechando la presencia del Santo Padre al lugar más Sagrado de la Tierra, Dios
quiera volver de sus vacaciones.
Inicio mi lectura de tus escritos. Y la impresión no puede ser más favorable. Es verdad, esto de la memoria es un tema complicado, sujeto a intereses que, con frecuencia, son disfrazados, ocultados y manipulados. Ser historiador o historiadora siempre ha tenido esa línea roja que algunos cruzaron. Otros (médicos, profesores, científicos...) decidieron mantenerse firmes ante la barbarie. En un mundo donde el conocimiento de la historia tiende a ser instrumentalizado, merece la pena seguir siendo fieles a los principios de justicia y dignidad para todos los seres humanos.
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