Un lugar en el Cielo.


La época litúrgica más Sagrada para judíos y cristianos es la Pascua. Para los primeros, el recuerdo de la liberación de la esclavitud y la entrega de la Torá – Tablas de la Ley – a Moisés en el Monte Sinaí les conecta con el comienzo de su Historia nacional y les consolida, más que como el Pueblo elegido por Dios, como aquel que desde el Principio eligió y decidió ser libre. Libre para cumplir, como individuo y como nación, la misión de colaborador responsable con el Creador en la tarea de cuidar de cada ser humano y  engrandecer el Universo para hacer del mundo un lugar mejor. Para los cristianos, el recuerdo de la Pasión, muerte y Resurrección de Jesús nos da la certeza de que la vida vence a la muerte, y de que por la fe en el poder de Dios, se puede caminar a una nueva forma de vida. Amor, justicia, libertad y respeto como obligación esencial del ser humano, que necesariamente tiene que morir para nacer de nuevo. Ambos acontecimientos litúrgicos tienen lugar prácticamente al mismo tiempo, porque las raíces judías del cristianismo son innegables, y no sólo por el hecho mismo de que este joven carpintero de la Galilea que cambió el mundo era enteramente judío, sino porque el mismo Evangelio no puede desprenderse de esa herencia que los personajes del antiguo Testamento, con sus historias y narrativas, ayudaron a conformar el sistema de creencias que hoy forman la base del código moral y de conducta del judaísmo contemporáneo.

Durante una conferencia sobre el legado judío de nuestro país, celebrado hace ya algunos años, uno de los ponentes cuyo nombre no recuerdo, afirmaba que el mismo Fray Luis de León, en una de sus obras, expresaba su deseo de haber nacido judío porque sería dos veces cristiano. Salvando las distancias que el tiempo y el contexto imprimen al pensamiento de un autor que utiliza su conocimiento de la biblia hebrea paran apoyar la doctrina cristiana, las palabras de este sabio humanista agustino del siglo XVI, de ser ciertas, revelan hasta qué punto un mismo mensaje que nace de una misma raíz se entrelaza alrededor de un tronco del que salen diferentes ramas. Y cómo, lamentablemente, una teología de odio anidada en un Evangelio de amor – el Evangelio de Juan – que se predicó en el mismo corazón del Imperio romano, fue el comienzo de una época de intolerancia religiosa que, en el caso de los judíos, terminó en Auschwitz y hoy continúa, ya desacralizada, con la demonización y deslegitimación en los Organismos Internacionales de su Estado, Israel.  

Es verdad que desde tiempos inmemoriales el hombre ha necesitado encontrar el sentido a la vida y al origen del Cosmos en presencias a las que ha divinizado pretendiendo su favor. En la búsqueda de ese lugar en el Cielo, Jerusalén, la capital del Estado de Israel y el origen espiritual del pueblo judío, no sólo es el trampolín al mismo Cielo, sino el corazón de una geopolítica que late al ritmo que marcan las narrativas, muchas veces inventadas, y las necesidades estratégicas de los actores que comparten intereses en aquel complicado rincón del mundo. Es por eso, que el mayor reto de la arqueología moderna ha sido demostrar que los acontecimientos que se narran en los Libros Sagrados del Judaísmo y del Cristianismo – porque del Islam es imposible ya que no permite ningún juicio crítico -, tienen una base histórica aunque no case exactamente razón y fe.    

A Jerusalén, que es el lugar más Sagrado del mundo, acuden cada año millones de peregrinos que inundan las estrechas calles de la Ciudad Vieja siguiendo el camino de la Vía Dolorosa, la ruta que se cree siguió Jesús de Nazaret desde el lugar donde compadeció ante el Gobernador romano Poncio Pilatos, en el barrio noreste, hasta la Iglesia del Santo Sepulcro, donde se halla la Piedra del Calvario, un fragmento en el que la Tradición sitúa que estuvo clavada la Cruz del Salvador. Por las calles bulliciosas de sus cuatro barrios, las diferentes experiencias religiosas, mística, histórica o simplemente arqueológica se aprecian en cada rincón y cada piedra, cada rostro de sus multifacéticos y multiétnicos habitantes, en los colores y los olores que cautiva a propios y ajenos, y que encoje el alma al escuchar el eco de las voces que lamentan la sangre derramada a lo largo de los siglos hasta conseguir que este pequeño rincón del Reino de los Cielos, Israel, la Tierra de la Promesa bíblica, sea hoy el único país de Oriente Medio que garantiza la libertad religiosa. Si mantener la tradición y las costumbres judías durante la Shoah fue un acto de resistencia, hoy lo es para los cristianos en más de 38 países, donde el agravamiento de la intolerancia por parte de regímenes autoritarios choca contra el muro de silencio e indiferencia de las sociedades laicas occidentales. El descenso del cristianismo, a medida que avanza el islamismo radical, es un hecho en muchos lugares donde la libertad religiosa no es sólo una idea, sino una cuestión de mera supervivencia. En un entorno regional hostil para una fe que apenas la profesan en la actualidad 14 millones de personas, el 5% de sus habitantes, que Israel sea el único lugar en donde el número de cristianos crece, es un síntoma inequívoco de la salud democrática de un país que afronta con rapidez los pocos episodios de vulneraciones de los derechos religiosos que esporádicamente se producen – cierre de pasos tras ataques o actos de vandalismo - , y que tienen más que ver con factores políticos que con connotaciones religiosas.  

Durante siglos, las relaciones entre judíos y cristianos han estado separadas por demasiados muros. Mientras el odio a los judíos resurge en Europa y los cristianos son la minoría religiosa más perseguida del mundo, Jerusalén, unificada bajo jurisdicción israelí, garantiza el statu quo y la libertad religiosa de todos los creyentes, cualquiera que sea su religión. En un tiempo litúrgico cargado de simbolismo, sería conveniente recordar que en el mismo lugar donde yace la tumba del rey David y un judío, unas horas antes de ser crucificado y cambiar la Historia, partía la matzá, las oraciones que se elevan al Cielo llegan con el mandato compartido de “…y lo contarás a tus hijos”.

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