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sábado, 15 de diciembre de 2018

Pérdidas inevitables.


Era un Viernes de Dolor, una fecha significativa en nuestro calendario, y como hoy, también viernes, un día de dolor más en el obituario israelí. El cielo amaneció soleado, y en el ambiente se respiraba una brisa fresca de primavera que invitaba al recogimiento del cuerpo y del alma. Recuerdo el intenso olor a comida que salía de las ventanas abiertas de los dormitorios de una comunidad multicultural ajena a los desvaríos de la real politik característica de sus países de origen. Desde la terraza de mi Mehonot, la residencia de estudiantes de la Universidad de Tel Aviv, podía ver a un grupo de jóvenes, que todavía permanecían en las instalaciones, arrastrando sus maletas y mochilas. Una imagen familiar y cercana, la misma que vemos a diario en cualquier campus universitario del mundo. Abrazos, risas, apretones de manos, intercambio de números de teléfono. Entraba el sabath y comenzaban las vacaciones por Pesaj, la Pascua judía que se celebra el 15 de Nisan, el primer mes de su calendario lunar. Era la primavera de 1999 y el Seder de ese año coincidía con el comienzo de la Semana Santa cristiana. Normalidad dentro de la anormalidad. Porque a lo largo de toda la semana se habían intensificado los ataques de mortero contra las poblaciones del norte de Israel procedentes de la frontera sur del Líbano. Y también las emboscadas contra unidades militares. Amal y Hizbollah  eran por entonces consideradas milicias según la Comunidad Internacional, tan lenta en reflejos como parcial en sus condenas. El precio que Israel pagaba para mantener a su población segura mediante el control de la franja sur de Líbano a lo largo del río Litani era muy alto. Veinte años después de la llamada Operación Litani, la sangría entre sus fuerzas armadas era ya insoportable.