A
las 6:30 de la mañana del sábado 7 de octubre de 2023, la población israelí se
despertaba con el sonido de las alarmas antiaéreas que alertaban del
lanzamiento de cerca de 5000 cohetes y misiles disparados desde la Franja de
Gaza. Israel está acostumbrada a vivir situaciones de tensión con sus vecinos y
episodios de violencia intermitente. Su población es resistente y resiliente,
lo viene demostrando desde que hace ya 75 años se creara su pequeño Estado en
medio de un universo geopolítico – Oriente Medio - complejo. Los Territorios de
Cisjordania y Gaza, ocupados o en disputa según las narrativas, son fuente de
tensión creciente. La Franja de Gaza es una zona especialmente caliente, y el
lanzamiento de misiles, globos incendiarios o actividades de protesta en la
frontera que terminan en disturbios son asuntos que los gobiernos israelíes
tratan de gestionar como problemas de Seguridad interna, contando, en los
momentos más graves, con las autoridades egipcias para que medien entre los
líderes de Hamas – la organización que gobierna la Franja desde 2007 - y otras
organizaciones paramilitares y terroristas que disputan su influencia, para la
desescalada de las hostilidades.
Como
parte de la campaña de incitación de Hamas, y los intentos por despertar a los
escuadrones durmientes en Cisjordania – gobernada por la Autoridad Nacional
Palestina - para que realicen acciones de venganza, esta organización
político-paramilitar considerada terrorista por diferentes países, entre ellos
Estados Unidos y la Unión Europea, viene desarrollando una narrativa, a través
de su sistema de propaganda, en la que mezcla, de manera eficaz para su
público, los aspectos religiosos de un iluminismo mesiánico que sitúa a
Palestina en la esfera de la conciencia, con el aspecto más político y terrenal
de la lucha contra lo que considera la ocupación y la protección del
honor de los musulmanes. Mesianismo, venganza y honor, en un cocktel mortal que
engancha a los occidentales a la causa palestina por medio de la interpretación
idílica de una idea de resistencia vinculada a causas supuestamente
humanitarias y anticolonialistas.
Ya
en 2021, el que fuera el portavoz del ala militar de Hamas, el Jefe del Estado
Mayor, Muhammad Daf, decía en un mitin público que Hamas mantendrá su
promesa e Israel pagará un alto precio por sus acciones. Khaled Mashal, el
líder fundador, llamaba a la yihad global contra Israel, el pueblo judío, los
Estados Unidos y los simpatizantes de los sionistas. Cuando un grupo terrorista o una organización
salafista amenaza hay que creerle, y el liderazgo israelí, ensimismado en su
crisis política interna y en la gestión de las actividades antiterroristas en
Cisjordania, quizá se confió demasiado en la sofisticación tecnológica de la
valla de Seguridad de Gaza y en que el permiso de entrada a 20.000 palestinos
de Gaza al día para trabajar en las comunidades cercanas les permitiría mejorar
sus condiciones económicas y, por tanto, desactivar sus motivaciones para
enfrentarse militarmente de nuevo a Israel.
Pero
Hamas ha jurado aniquilar al Estado de Israel. Lo dice su Carta Fundacional y
lo repiten sus líderes. Para el integrismo islámico Israel, un Estado judío,
mancilla las tierras del islam. Para los movimientos occidentales llamados
progresistas, Israel es el ilegítimo ocupante de una tierra arrebatada. Para
las grandes potencias, Oriente Medio es un tablero, y el conflicto
palestino-israelí las piezas intercambiables de un juego en el que las vidas no
merecen valoraciones geopolíticas altruistas. De ahí los llamamientos a la
contención frente a la respuesta que se prevé por Israel y la tibieza y de la
condena del terrorismo de Hamas, pese a que la misma organización reveló el
alcance de la barbarie en una serie de videos que fue publicando en varios
canales y en las redes sociales. Responsabilidad compartida, también de los
medios de comunicación, que presentan un ángulo mediático con fallas éticas que
caen en la desinformación y en la invisibilidad de las principales víctimas,
los civiles israelíes, objeto directo y deliberado de un ataque que cogió a
Israel por sorpresa. Porque las palabras importan, precisamente porque
establecen el marco mental y moral del discurso y la comunicación.
El
mito que vende de forma explícita Hamas, pero en realidad comparte toda la
constelación de liderazgos palestinos que se disputan el control de la causa,
de que hay una nueva generación palestina que lucha por Jerusalén y por
Al-Aqsa, es lo que el mundo descubrió con estupor y horror, al menos la parte
menos contaminada ideológicamente, el sábado 7 de octubre cuando entendió que
el lanzamiento de misiles no era sino una operación de distracción que ocultaba
la incursión, en territorio israelí, por aire, tierra y mar, de las unidades
paramilitares de las Brigadas Ezzedin Al-Qassam con un propósito aterrador. El
brazo militar del Movimiento para la Resistencia Islámica, más conocido como
Hamas, tras romper las barreras de Seguridad y matar a los soldados de las
bases militares próximas, se infiltraban y dispersaban, en una operación
perfectamente planificada y estructurada en tiempo y recursos, en el interior
de Israel, sembrando un terror sin precedentes entre la población civil y
militar de dos ciudades y 22 comunidades agrícolas – kibutzim- del sur del
país. Miles de terroristas asesinaban, de la manera más salvaje como no se
recordaba desde las matanzas de judíos en Europa del Este durante el
holocausto, a más de 1400 israelíes en el corto espacio de unas horas, dejaban
más de 3000 heridos y secuestraban a más de 200 mujeres, ancianos y niños para
ser llevados como rehenes a Gaza. Los vídeos difundidos por Hamas, en un juego
psicológico que recordaba al Estado Islámico o Daesh, no dejaban duda alguna
del marco ideológico en el que se sitúa un conflicto que es religioso para los
fundamentalistas islámicos, por más que nos empeñemos desde la racionalidad
occidental en explicarlo desde la perspectiva estrictamente política. Rehenes
para conseguir réditos políticos, como instrumento de guerra psicológica y para
utilizarlos como escudos humanos, la narrativa deshumanizadora de Hamas
enfrenta al Estado de Israel al dilema de ser fuertes y valientes en el plano
militar para responder a la amenaza planteada a su Seguridad y erradicar las
capacidades operativas de Hamas, pero también en lo moral y lo espiritual,
conservando las limitaciones que le impone el Derecho Internacional y su propia
tradición de respeto a la vida. Israel no está preparada para una guerra larga,
menos ahora con una población traumatizada y con la necesidad de no perder la
batalla del relato ante una organización terrorista que sabe manejar muy bien
los tiempos del victimismo a su favor y una opinión pública internacional
volátil en los afectos.
Caer
en la trampa de Hamas con una incursión terrestre a gran escala en Gaza puede
costar un número de víctimas insoportables: para Israel, que gestiona cómo
reponerse de la pérdida y de la sensación de vulnerabilidad, y para los civiles
palestinos, utilizados como escudos humanos por sus dirigentes, que no dudan en
convertir centros civiles en objetivos militares. Dado que Hamas sitúa la
infraestructura militar en el corazón de la población civil de la Franja de
Gaza, incluidas casas residenciales, hospitales, escuelas, parques o mezquitas,
evitar daños colaterales excesivos va a ser tarea imposible. Entre otras
razones, porque el paradigma de Israel ha pasado del Nunca más al Nunca
jamás.
Destruir
la infraestructura y la capacidad ofensiva de Hamas es relativamente fácil si
se está dispuesto a asumir un elevado coste político y mediático. Destruir la
idea que subyace a una visión dicotómica del mundo y la realidad va a resultar
más complicado si las democracias liberales, por encima de intereses
partidistas, incluso ideológicos, no entienden que la deriva ideológica de un
islam salafista y radical debe ser neutralizado ejerciendo presión sobre los
países que tienen influencia sobre Hamas, como Irán, Turquía o Qatar. Porque el
riesgo de una escalada regional tendría consecuencias globales imprevisibles