domingo, 21 de abril de 2019

Un lugar en el Cielo.


La época litúrgica más Sagrada para judíos y cristianos es la Pascua. Para los primeros, el recuerdo de la liberación de la esclavitud y la entrega de la Torá – Tablas de la Ley – a Moisés en el Monte Sinaí les conecta con el comienzo de su Historia nacional y les consolida, más que como el Pueblo elegido por Dios, como aquel que desde el Principio eligió y decidió ser libre. Libre para cumplir, como individuo y como nación, la misión de colaborador responsable con el Creador en la tarea de cuidar de cada ser humano y  engrandecer el Universo para hacer del mundo un lugar mejor. Para los cristianos, el recuerdo de la Pasión, muerte y Resurrección de Jesús nos da la certeza de que la vida vence a la muerte, y de que por la fe en el poder de Dios, se puede caminar a una nueva forma de vida. Amor, justicia, libertad y respeto como obligación esencial del ser humano, que necesariamente tiene que morir para nacer de nuevo. Ambos acontecimientos litúrgicos tienen lugar prácticamente al mismo tiempo, porque las raíces judías del cristianismo son innegables, y no sólo por el hecho mismo de que este joven carpintero de la Galilea que cambió el mundo era enteramente judío, sino porque el mismo Evangelio no puede desprenderse de esa herencia que los personajes del antiguo Testamento, con sus historias y narrativas, ayudaron a conformar el sistema de creencias que hoy forman la base del código moral y de conducta del judaísmo contemporáneo.

sábado, 15 de diciembre de 2018

Pérdidas inevitables.


Era un Viernes de Dolor, una fecha significativa en nuestro calendario, y como hoy, también viernes, un día de dolor más en el obituario israelí. El cielo amaneció soleado, y en el ambiente se respiraba una brisa fresca de primavera que invitaba al recogimiento del cuerpo y del alma. Recuerdo el intenso olor a comida que salía de las ventanas abiertas de los dormitorios de una comunidad multicultural ajena a los desvaríos de la real politik característica de sus países de origen. Desde la terraza de mi Mehonot, la residencia de estudiantes de la Universidad de Tel Aviv, podía ver a un grupo de jóvenes, que todavía permanecían en las instalaciones, arrastrando sus maletas y mochilas. Una imagen familiar y cercana, la misma que vemos a diario en cualquier campus universitario del mundo. Abrazos, risas, apretones de manos, intercambio de números de teléfono. Entraba el sabath y comenzaban las vacaciones por Pesaj, la Pascua judía que se celebra el 15 de Nisan, el primer mes de su calendario lunar. Era la primavera de 1999 y el Seder de ese año coincidía con el comienzo de la Semana Santa cristiana. Normalidad dentro de la anormalidad. Porque a lo largo de toda la semana se habían intensificado los ataques de mortero contra las poblaciones del norte de Israel procedentes de la frontera sur del Líbano. Y también las emboscadas contra unidades militares. Amal y Hizbollah  eran por entonces consideradas milicias según la Comunidad Internacional, tan lenta en reflejos como parcial en sus condenas. El precio que Israel pagaba para mantener a su población segura mediante el control de la franja sur de Líbano a lo largo del río Litani era muy alto. Veinte años después de la llamada Operación Litani, la sangría entre sus fuerzas armadas era ya insoportable.