Ser
cristiano, en Europa, no está de moda, pero no es un crimen. En esta Europa
laica, desacralizada y multicultural, confesarte cristiano y encima
practicante, puede parecerle a algunos un tanto vintage, pero, al menos de momento, no supone amenaza grave ni
peligro vital para el creyente, que puede ejercer su libertad de culto amparado
y protegido por las legislaciones de todos los países. Libertad religiosa y de
pensamiento, al menos formal, a pesar de que las actitudes de intolerancia y de prejuicio en el lenguaje y
en los actos no se consideran socialmente reprobables, sino manifestaciones
amparadas en la libertad de expresión. El deseo de desterrar los símbolos de la
vida pública por parte de un sector ideológico que considera arcaica la
Doctrina de una Fe que critica pero que no siempre conoce, y una Iglesia que
percibe como un poder fáctico y manipulador, es sólo una pequeña muestra del
claro retroceso del Cristianismo en nuestro Continente.
En
las últimas décadas se aprecia con fuerza el auge de un laicismo radical,
militante y cada vez más agresivo, que propugna reducir la vida espiritual al
ámbito personal y familiar. Y ante los actos de vandalismo cometidos en
diversas ciudades europeas contra iglesias o colegios religiosos, profanación
de símbolos o de lugares sagrados, impedimentos y argucias desde las diversas
Administraciones Públicas para evitar el paso de procesiones fuera de los días
litúrgicos pactados, propuestas surrealistas de Partidos Políticos
minoritarios, comentarios satíricos vertidos desde el mundo de la cultura o la
política, o la burla casi cotidiana en los medios de comunicación, los Gobiernos
e Instituciones públicas responden con el silencio o la tibieza. Sutil forma de
discriminación social que anuncia la muerte civil de un legado cultural y ético
vinculado a la esencia de nuestra identidad Occidental.
Es
la Europa silenciosa que suelta amarras con su alma judeo-cristiana pero que tolera
el desafío cultural y social que le plantea la inmigración musulmana en el
Continente desde que hace casi un lustro, la llamada intifada de los inmigrantes del otoño de 2005 pusiera de manifiesto
la existencia de sociedades paralelas
en el seno de las principales ciudades europeas, enclaves extraterritoriales en los que la identidad nacional se viste con la
bandera de los países del Magreb, del Shahel y del Oriente Medio a los que los
más radicales acuden para unirse a la Yihad.
Y, como aquel que se va de campamento, son ya más de 2000 los que, según
fuentes de Interpol, han bajado a los
infiernos para traernos de vuelta el fuego purificador de la Verdad. La suya, por supuesto, y si hace falta, por la espada.
Y
si vivir de acuerdo a los Principios éticos y morales del Cristianismo en
Europa es cada vez más un reto, en los países árabes o musulmanes, donde los
cristianos constituyen una minoría en peligro de extinción, además de un reto,
es un desafío. Y un desafío que se paga, en la mayoría de los casos, con la
vida. Discriminados, acosados o asesinados por su fe, la triste realidad es que
el escenario geográfico que escogió Dios para enviar su Mensaje a los Hombres es
hoy el teatro donde más barbaridades se cometen en su nombre. Y fieles a las Escrituras, por aquello de que “los
últimos serán los primeros”, estos depositarios últimos y verdaderos de la Historia de la Revelación, llegados en
el siglo VII a la región como elefantes a una cacharrería, loan a Dios invalidando
el origen de un Pueblo que se pierde en las brumas del Tiempo y que nos legó,
de forma indiscutible, el modo en el que el Hombre se reconcilia con el
Creador. Difícil imaginar el lugar que ocupa Dios en el corazón de un hombre
que pervierte su Voluntad y su Nombre enviando al descreído al Paraíso por
control remoto.
Hace
tiempo que Dios decidió mudarse, aunque sigue conservando piso en Jerusalén, la
Ciudad Eterna en la que sus pretendidos
guardianes barren las miserias de su intransigencia escondiendo las pelusas
debajo de las alfombras. Porque en esta Ciudad
de Muros, no es lo mismo rezar ante uno que recoge y eleva plegarias al
Altísimo que ante otro que maldice su Nombre.
Y
en medio de esa nebulosa de fantasía idílica en la que el mundo ha asumido con
naturalidad la iconografía de la perversión y el mito sustituye a la tradición
en la reconstrucción de una identidad nacional inventada, el Papa Francisco regresa
exultante de su peregrinaje por Tierra Santa convencido de que con un Espíritu
sereno es más fácil conseguir la reconciliación
necesaria para alcanzar la Paz. Y
como de Jerusalén a Roma hay sólo un paso, los jardines del Vaticano se transforman
en ese Paraíso original desde donde
invocar de nuevo al Creador y suplicarle el don de la misericordia y el amor.
En un acto, desde luego sin precedentes y cargado de simbolismo, resultó impresionante
ver la imagen del Papa Francisco rezando junto al Patriarca Bartolomé, el ya ex
Presidente de Israel, Simon Peres y el Presidente de la Autoridad Nacional
Palestina, Mahmoud Abbas. Una foto para la historia que no hará Historia, porque
en esta particular Trinidad, las
almas del Padre y del Hijo están unidas por el mismo hilo con el
que se cosen los renglones torcidos de Dios. Pero el Espíritu díscolo de aquellos que portan con una mano la rama de
olivo mientras que cruzan el fusil y el lanzacohetes por el hombro, extiende su
marea verde hasta las mismas puertas de la Ciudad
de Dios, prometiendo que la ira del Cielo es tan infinita como el número de
combatientes dispuestos a entregar su vida y su alma por una yihad que les abra las puertas a su
santidad particular. En esencia, la diferencia abismal entre quienes aman la
Vida y quienes hacen del martirio un arma de alcance estratégico.
La
Paz, en el ámbito espiritual, no se invoca, se siente. Y poco puede invocar
aquel que ha sido capaz de profanar la propia Historia despojando al mismísimo
Dios de su identidad judía al envolverle con el trapo de una nacionalidad inventada
y una ciudadanía inexistente. En un alarde de ingeniería política, social y
religiosa, estos modernos descendientes
del núcleo de población que vivía en la
zona desde tiempos prehistóricos, como se definen, han conseguido el
reconocimiento espiritual de un proyecto político mitológico, que, lejos de
abogar por la concordia, la reconciliación y el reconocimiento, se regocija con
el secuestro y el asesinato de quienes consideran su enemigo. Resulta desolador
comprobar cómo los dos hermanos que rezan juntos el Shema Israel siguen loando a Dios con la mano tendida a aquel que,
cuando todo ha terminado, corre a activar el mando a distancia.
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