jueves, 17 de noviembre de 2016

El virus mutante


A mitad de camino entre Amberes y Bruselas, en el corazón de la región de Flandes, en pleno centro del país, se encuentra la ciudad  de Mechelen (Malinas). En este asentamiento humano, arteria de comunicación estratégica cuyos orígenes se remontan al 500 A.E.C., apenas vivían 60.000 personas durante la Segunda Guerra Mundial. Precisamente por su buena conexión fluvial y ferroviaria con el resto de Europa Central y Oriental, los nazis no encontraron un lugar mejor para centralizar la deportación de judíos belgas a los campos de exterminio situados en el Este, lejos de la mirada indiscreta de la prensa y la anestesiada opinión pública europea: los antiguos cuarteles militares del casco histórico de la Ciudad Vieja.


Hace ya mucho tiempo que la Alemania nazi levantó campos de concentración y de exterminio por toda Europa y a la vista de todos. No se oculta el sufrimiento de los prisioneros a nadie, no hace falta. La persecución de los judíos era considerada por los propios aliados como un asunto interno de los alemanes. Eso, cuando no se proyectaba al propio Hitler como un estadista normal, un ariete contra el bolchevismo, o se le admira directamente, sin más.

Las viejas barracas militares de Dossin de Saint-Georges, que acogen entre 60.000 y 70.000 almas, no serán el único campo de internamiento para los judíos en tránsito a los campos de exterminio de la Europa Oriental ocupada. Maltrato, escasez de ropa y alimentos, agua contaminada, hacinamiento, enfermedades infecciosas… hacen el trabajo de prelavado racial y social en estos campos modelo. Condiciones terribles, pero no tan atroces como para que la población de la ilustrada Europa ocupada se levante contra sus agresores nazis. En el corazón de París funciona Drancy. Allí los propios franceses reunieron a 65.000 judíos, 6.000 de ellos niños, marcados, cazados, encerrados y transportados desde Gurs, Riversaltes o Argellein. Enviados a Auschwitz, sólo sobrevivieron 2.000. Occidente encierra, Oriente extermina. Westerbork, Vernet d´Ariege, o Bolzano y Fossoli di Capri, son sólo pingües ejemplos de esta geografía del horror que, según registros de la propia SS, encierran en condiciones infrahumanas a más de 700.000 prisioneros, incluidos niños, en 39 campos sólo en Europa Occidental, para ser posteriormente exterminados en el Este. Campos de detenidos, para educación por el trabajo, de descanso, de recapturados, de recepción de judíos, de custodia de adolescentes, de reunión, de reasentamiento, de tránsito, de presos civiles… la terminología nazi para referirse a esa estructura criminal es tan organizada y surrealista, que ni los 85 nombres impronunciables que inventaron para esconder la industrialización de la muerte que había detrás evitaron que el llamado mundo civilizado se reflejara en su propia miseria moral cuando las primeras imágenes de los cadáveres y los testimonios de los supervivientes que dieron la vuelta al mundo dejaron en evidencia la verdad incómoda que todos conocían. 

La Europa nazi representa el triunfo de la voluntad y del propio ego de Hitler, pero también el fracaso de una Civilización que se escudó en la astucia de un aspirante a mesías con la suficiente habilidad para manipular su propia imagen y convertir el deseo inconfeso del darwinismo social y racial en el pilar de la arquitectura de ese nuevo mundo libre de elementos corruptos y corruptores. Detectada la enfermedad, lo siguiente era proceder a la desinfección. El propósito manifestado por nazis y bolcheviques de salvar la especie y reconducir a la humanidad a su pureza originaria no tuvo en cuenta, sin embargo, que la invasión de Polonia cambiaría la relación entre los europeos y Hitler. Permitir que Alemania recuperase su espacio vital era una cosa, diluir el resto de identidades nacionales en la esfera germana y desestabilizar alianzas otra distinta. La crisis política, socioeconómica e ideológica que sacudió al mundo, junto a los odios nacionalistas y étnicos magistralmente dirigidos, convirtieron grandes regiones de Europa – y Asia, no lo olvidemos - en un matadero y en el escenario de una inhumanidad grotesca. La transición a la democracia desde el fascismo y el ascenso de los infiernos en la Europa Occidental a partir de 1945, junto con la presencia en Occidente de millones de personas procedentes de los territorios descolonizados que no comparten los valores inherentes al pensamiento humanista libre, transformaría el resentimiento y envidia contra el judío al que no se había conseguido aniquilar en odio hacia su expresión política nacional, el Estado de Israel, heredero contemporáneo de ese estigma criminal que la feroz y desquiciada propaganda política, académica y mediática internacional tratan de eternizar por una simple y llana resistencia ideológica a la idea de la existencia de un Estado judío libre e independiente, dueño de su propia Seguridad y destino. 

La Europa de 2016 se parece mucho a la Europa de los años 30 del siglo XX. La actitud entonces de la aristocracia y las élites políticas, económicas e intelectuales, para quienes los judíos estaban detrás de todos los conflictos del mundo es la misma en la que hoy se escuda gran parte del espectro político actual, desde la derecha clásica a la izquierda progresista y radical para demonizar y deslegitimar a la única democracia de Oriente Medio mediante una alianza incomprensible y contra natura con el islamismo, el terrorismo yihadista y la causa palestina, la nueva clase oprimida y paria de la tierra a la que hay que liberar de la opresión xenófoba, genocida y colonial de esos malvados universales que ahora, además, han usurpado un territorio que no es suyo. El impacto de la propaganda nazi y de los tópicos del antisemitismo europeo en el mundo árabe-musulmán no deja de ser una constante en las aulas, los púlpitos, los medios de comunicación, las declaraciones de sus dirigentes o internet. Tópicos aceptados por la opinión ilustrada occidental y adoptados por las Organizaciones Internacionales en una esquizofrenia absurda que lleva, incluso, a reescribir la Historia y a intentar borrar toda huella judío-cristiana de Oriente Medio. 

Diluidas las identidades en una suerte de multiculturalismo, el avance del islamismo radical de la mano de una izquierda antioccidental, anticristiana y centrada en particularismos y causas minoritarias a las que redimir, coexiste con la renuncia al liderazgo moral, intelectual y político de Europa en el mundo. En septiembre de 1938 a Chamberlain sólo le preocupaba que Hitler hubiera decidido invadir los Sudetes el mismo fin de semana que él se iba de pesca. Los alemanes entonces eran tan conscientes de su fuerza y de la debilidad de los líderes europeos como lo son hoy los regímenes autoritarios – Irán, Arabia Saudí, Estados del Golfo y sus satélites– para imponer su Agenda internacional a golpe de talonario. Los dictadores políticos y morales no se detienen ante las políticas de apaciguamiento, y aunque las señales de advertencia son hoy son tan claras como lo fueron en aquellos días previos al conflicto más sangriento que ha vivido la Humanidad, Europa y Occidente se resisten a entender que los judíos siguen siendo el barómetro en que se mide la salud democrática de una sociedad, y que Israel es la única garantía de libertad y tolerancia en un universo dominado por el fanatismo. El tejido social europeo, hoy indefenso ante el relativismo moral, la falta de sentido común para abordar los problemas cotidianos o la dictadura de la corrección política, vuelve a estar expuesto a la virulencia de un virus mutante que actualiza su lenguaje y eslóganes para referirse a un odio antiguo disfrazado de fraterno. 

Fuente original: La Tribuna del País Vasco (https://t.co/czOWfUjqJV


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