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domingo, 19 de septiembre de 2021

El amanecer de la Paz.

 

Hay efemérides que pasan desapercibidas, otras que son significativas, y algunas que dejan una huella profunda, en el corazón y en la Historia, sobre todo si el hilo que las teje son acontecimientos o personajes extra temporales que llaman a la conciencia universal y observan, desde las profundidades de los secretos diplomáticos, la evolución de una región tan nombrada como poco conocida. 

Cuando en 1993 Simon Peres, entonces Ministro de Asuntos Exteriores, se refería a los Acuerdos de Oslo como el amanecer de la paz, y avanzaba su propuesta de desarrollo para un Nuevo Oriente Medio camino del siglo XXI (Shimon Peres, Oriente Medio, Año Cero. Grijalbo, 1993), este visionario personaje que se definía a sí mismo como hijo de una generación que perdió un mundo y se puso a construir otro, ya sabía que la línea divisoria de la historia de Oriente Medio se trazaría entre los valientes que ya estaban maduros para el cambio que se avecinaba y los que perderían la oportunidad de construir un mundo nuevo más justo, manteniéndose incapaces de dejar atrás las sombras del pasado y cambiar las imágenes estereotipadas contra el adversario. Un 21 de junio de 1997 tuve el privilegio de conocer en Madrid a este ser entrañable con el que traté en tantas ocasiones cuestiones livianas de índole personal y grandilocuentes de Política con mayúsculas mientras imaginaba un futuro mejor para árabes y judíos. Un 15 de septiembre de 1998, recién llegada a Israel, me recibía en su despacho del Peres Center for Peace en Tel Aviv. En mi cuaderno de notas que aún conservo apunté unas palabras proféticas: en veinte años, Israel será una realidad reconocida y aceptada en la región. Los beneficios con los países del Golfo abrirán la puerta del entendimiento y la cooperación mutua en otras regiones. Pocas personas han dejado una huella tan profunda en mi carrera y mi existencia como él. Efectivamente, aunque el corazón del Presidente de Israel dejaba de latir un 26 de septiembre de 2016,  no se equivocó. Veinte años después de aquella profecía, el 15 de septiembre de 2020 la imagen icónica de la firma en la Casa Blanca de los llamados Acuerdos de Abraham cambiaba la perspectiva de gran parte de Oriente Medio. 

Un año después de la normalización de relaciones diplomáticas entre Israel y los países árabes del Golfo – Emiratos Árabes Unidos y Barhein -, Marruecos y el acercamiento a Sudán, el mundo mira con relativo optimismo esta experiencia diplomática, impensable hace sólo una década, para tratar de resolver los conflictos internacionales que permanecen estancados y los desafíos que enfrenta una Organización Internacional, como las Naciones Unidas, criticada, no sin razón, por inoperante, innecesaria y, en algunos casos, hasta contraproducente. Oriente Medio tiene su ritmo y es necesario conocerlo y respetarlo. Unidos por las oportunidades regionales y la necesidad de combatir las amenazas conjuntas, pero también por la búsqueda de la estabilidad y el desarrollo con un Israel que es parte del nuevo orden regional que se vislumbra, y que se materializa en gestos tan elocuentes como la revisión y eliminación de contenidos antisemitas y hostiles en los libros de texto de países tan significativos como Arabia Saudí, Marruecos, Omán, incluso Sudán y Qatar, en el restablecimiento y visibilidad de comunidades judías en Emiratos Árabes Unidos o Barhein o en el levantamiento del veto a los pasaportes israelíes por parte de Bangladesh. Una nueva realidad que promete más prosperidad, que se ha sellado con más de cuarenta Acuerdos bilaterales en ámbitos sectoriales concretos – Alta Tecnología, medicina, cultura, ciencia, economía o turismo - y que contrasta con la anomalía del régimen iraní de los ayatolás, implicado en actos subversivos en toda la región y empeñado en fomentar el odio y el enfrentamiento entre dos pueblos con fuertes vínculos históricos y que en el fondo anhelan la paz y la prosperidad. 

Si el impulso del ex presidente Donald Trump hizo posible que los hijos de Abraham se reencontraran, el legado del nuevo inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden debiera ser, como señalan los analistas Victoria Coates y Len Jodorkovsky (The Jerusalem Post, febrero de 2021), servir de puente entre los pueblos de Irán e Israel y acercar ambos países hacia la normalización en una reconfiguración de Oriente Medio donde la actual competición con las otras potencias en liza – Rusia, China, Turquía – ofrece oportunidades para cambiar el curso de la Historia mediante la cooperación. El coste de la guerra ha sido demasiado alto y el potencial de los beneficios del cambio relegan al activismo palestino al trauma congelado de un discurso anacrónico que ya no ocupa el centro del proceso de paz entre Israel y el mundo árabe.