Era un Viernes de Dolor, una fecha
significativa en nuestro calendario, y como hoy, también viernes, un día de
dolor más en el obituario israelí. El cielo amaneció soleado, y en el ambiente
se respiraba una brisa fresca de primavera que invitaba al recogimiento del
cuerpo y del alma. Recuerdo el intenso olor a comida que salía de las ventanas
abiertas de los dormitorios de una comunidad multicultural ajena a los
desvaríos de la real politik característica de sus países de
origen. Desde la terraza de mi Mehonot, la residencia de
estudiantes de la Universidad de Tel Aviv, podía ver a un grupo de jóvenes, que
todavía permanecían en las instalaciones, arrastrando sus maletas y mochilas.
Una imagen familiar y cercana, la misma que vemos a diario en cualquier campus
universitario del mundo. Abrazos, risas, apretones de manos, intercambio de
números de teléfono. Entraba el sabath y comenzaban las
vacaciones por Pesaj, la
Pascua judía que se celebra el 15 de Nisan,
el primer mes de su calendario lunar. Era la primavera de 1999 y
el Seder de ese año coincidía con el comienzo de la
Semana Santa cristiana. Normalidad dentro de la anormalidad. Porque a lo largo
de toda la semana se habían intensificado los ataques de mortero contra las
poblaciones del norte de Israel procedentes de la frontera sur del Líbano. Y
también las emboscadas contra unidades militares. Amal y Hizbollah eran
por entonces consideradas milicias según la Comunidad
Internacional, tan lenta en reflejos como parcial en sus condenas. El precio
que Israel pagaba para mantener a su población segura mediante el control de la
franja sur de Líbano a lo largo del río Litani era muy alto. Veinte años
después de la llamada Operación Litani, la sangría
entre sus fuerzas armadas era ya insoportable.