Era un Viernes de Dolor, una fecha
significativa en nuestro calendario, y como hoy, también viernes, un día de
dolor más en el obituario israelí. El cielo amaneció soleado, y en el ambiente
se respiraba una brisa fresca de primavera que invitaba al recogimiento del
cuerpo y del alma. Recuerdo el intenso olor a comida que salía de las ventanas
abiertas de los dormitorios de una comunidad multicultural ajena a los
desvaríos de la real politik característica de sus países de
origen. Desde la terraza de mi Mehonot, la residencia de
estudiantes de la Universidad de Tel Aviv, podía ver a un grupo de jóvenes, que
todavía permanecían en las instalaciones, arrastrando sus maletas y mochilas.
Una imagen familiar y cercana, la misma que vemos a diario en cualquier campus
universitario del mundo. Abrazos, risas, apretones de manos, intercambio de
números de teléfono. Entraba el sabath y comenzaban las
vacaciones por Pesaj, la
Pascua judía que se celebra el 15 de Nisan,
el primer mes de su calendario lunar. Era la primavera de 1999 y
el Seder de ese año coincidía con el comienzo de la
Semana Santa cristiana. Normalidad dentro de la anormalidad. Porque a lo largo
de toda la semana se habían intensificado los ataques de mortero contra las
poblaciones del norte de Israel procedentes de la frontera sur del Líbano. Y
también las emboscadas contra unidades militares. Amal y Hizbollah eran
por entonces consideradas milicias según la Comunidad
Internacional, tan lenta en reflejos como parcial en sus condenas. El precio
que Israel pagaba para mantener a su población segura mediante el control de la
franja sur de Líbano a lo largo del río Litani era muy alto. Veinte años
después de la llamada Operación Litani, la sangría
entre sus fuerzas armadas era ya insoportable.
Las pérdidas son inevitables si queremos defender nuestras fronteras. Triste sonaba la voz de Uzi Landau, por aquel entonces
Presidente de la Comisión de Exteriores de la Knesset, el Parlamento, lamentando en Kol Israel, la popular cadena de radio pública, la anomalía de
Israel en términos de relaciones internacionales por no tener fronteras reconocidas.
Las
pérdidas son inevitables… veinte años después, esas palabras siguen sonando
tristes pero convencidas, en un país que debe su supervivencia a la centralidad
que le otorga a un concepto de Seguridad – bitajón
en hebreo – que en su caso abarca todos los aspectos de la vida, al tiempo que
desafía a su entorno hostil con un capital humano envidiable, en formación y en
cualidad espiritual y moral, y se consolida como un Estado de Derecho y una
democracia plena.
El ejército, en Israel, vertebra a
toda la sociedad, y ayer, como hoy, es fácil
preocuparse y ponerse en la piel de los familiares de los soldados que se
exponen para neutralizar la naturaleza cambiante de las amenazas a las que se
enfrenta este pequeño país de apenas ocho millones de personas y escasa
profundidad estratégica. La retirada unilateral en mayo de 2000 y la
demarcación, reconocimiento y ratificación
por la ONU de las fronteras entre Israel y Líbano no ha traído, sin embargo, la
paz a esta zona. Por el contrario, el fortalecimiento de Hizbollah como un actor político y militar en la región le sitúan
como una de las organizaciones terroristas más poderosas y mejor armadas del
mundo, con más de 45.000 foreign fighters
a las órdenes de Hasan Nasrallah y
un arsenal de más de 120.000 misiles de origen iraní que miran y disparan de
forma intermitente a Israel. Las dos últimas semanas han vuelto a ser intensas.
Quienes conciben como un acto heroico la misión de destruir Israel y la
autonomía y singularidad judía en Oriente Medio, no saben nada de honor. Lanzar a la yihad contra Israel y sus
ciudadanos, no es honor. Acuchillar, secuestrar, atropellar, lanzar
misiles, excavar túneles para violar la soberanía israelí, incitar al odio… no
es honor. Por el contrario: alientan al
terrorismo, incentivan el terror, secuestran la libertad de su población y la
empobrecen, material y espiritualmente.
Con profunda tristeza, y un gélido
escalofrío, recordé esta semana en la que, en medio de la fiesta de Hanuka, se habían descubierto cuatro
túneles transfronterizos de Hizbollah
y Hamas ha asesinado en Samaria a dos
soldados y un bebé que aún no había tenido la oportunidad de nacer, aquel
Viernes de Dolor de mi época universitaria en la Universidad de Tel Aviv. Recordé
el dolor y el impacto que me había causado la pérdida del General Erez Gerstein,
con quien había tenido el privilegio de compartir una jornada de campaña y
comprobar por mí misma el estricto código ético por el que se rige el ejército
israelí, incluso en situaciones de estrés – y aquella situación lo era – o en
momentos tensos de un combate. Como aquel Viernes de Dolor que no se borra de
mi memoria, este Viernes también de Dolor me volvió a invadir esa sensación
extraña, mezcla de tristeza y admiración al escuchar, con la voz rota de dolor y sin ningún rencor, al rabino Eliahu
Merav, padre del sargento Yossi Cohen, agradecer
el tiempo que Dios les permitió compartir su alma noble. Y a punto de
terminar este shabath de dolor, me
pregunto hasta cuándo las pérdidas seguirán siendo inevitables.
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