En
el triángulo que une las ciudades de Acre, Haifa y Nahariya, al oeste de la
Galilea, en medio de una llanura de campos verdes y junto a un Acueducto de la
época del Imperio Otomano, se encuentra un kibutz que hoy está integrado en el
circuito de las rutas obligadas de la Memoria, pero que en 1999 era un lugar
apartado y prácticamente desconocido a pesar de haber sido creado en abril de
1949 por 150 judíos supervivientes del Holocausto, entre los que se encontraban
alrededor de 20 que habían luchado y sobrevivido al levantamiento del gueto de
Varsovia durante la primavera de 1943, el mismo día que comenzaba Pesaj, la Pascua judía. Una de ellas era
Chavka Raban, fallecida en enero de 2014 y de cuyo testimonio en aquel
emblemático lugar años después guardo grato recuerdo.
El
Informe realizado por el general de las SS Jürgen Stroop para celebrar la
victoria sobre los judíos, y cuyo facsímil
pude tocar y hojear con el corazón encogido en la biblioteca de Yad Vashem de
Jerusalén en 2011 – el original se halla en los Archivos Nacionales de
Washington DC - es el testimonio gráfico de la degradación moral de una
sociedad aniquilada en su humanidad que es capaz de ver heroicos soldados
combatiendo a escoria humana cuando el resto de la humanidad ve la expresión
más grotesca de la inhumanidad del hombre. Asomarse a la ventana de la Historia
a través de sus protagonistas resulta inquietante. A veces el tiempo se detiene
ante esta triste y dolorosa cicatriz en la conciencia del ser humano. En otras
ocasiones, el número tatuado en el brazo es la marca del recuerdo de infancias,
adolescencias y vidas adultas interrumpidas bruscamente, de culturas
arraigadas, de amor y oscuridad en una relación contradictoria que sólo desea
vivir. Imaginar lo inimaginable a través de las fotografías o intentar penetrar
en las razones de los que sellaron su destino e inmortalizarlo con tinta es lo
único que podemos hacer los que no estuvimos allí para dar sentido a esos
destinos que se definen en un instante.
Apenas
seis años después del final de la Segunda Guerra Mundial, un año después de
haberse proclamado el nacimiento del Estado de Israel y recién terminada la Guerra
de Independencia, los supervivientes que llegan heridos por sus vivencias a un
país por edificar y marcado también por profundas confrontaciones ideológicas,
sienten la fuerte determinación de atestiguar cómo la Shoa había desafiado las
relaciones humanas establecidas y cómo, rodeados de explotación y muerte, fueron
capaces de ampararse en la comunidad para sobrevivir y afrontar tanta
atrocidad.
En
realidad, desviarme de la carretera principal y descubrir por casualidad Beit Lohamei HaGeta´ot – la Casa de los
Combatientes del Gueto – aquel soleado día de primavera de 1999 fue una
bendición en un momento anímico particular, que me sirvió para conectar aún más
con las historias que construyen memoria y con la idea de que vivir y morir
libremente es un acto de valentía, más en tiempos de guerra, cuando una
insurrección contra la muerte en la humillación es una mera cuestión de
dignidad. Dilemas que plantean las diferentes formas de resistir cuando todo
está perdido y cuando las imágenes que la memoria nos pide recordar nos impulsan
a rescatar las identidades y las narrativas perdidas. Preservar la memoria de
las víctimas es una obligación moral aunque duela. El propio Primo Levi era
consciente de que el recuerdo de un
trauma es en sí mismo traumático porque recordarlo duele (Levi, 1989, Los hundidos y los salvados, Barcelona,
El Aleph Editores, 2011). El profesor Israel Gutman, fallecido en octubre de
2013 y a quien tuve el privilegio de conocer en 2011 durante mis estudios en la
Escuela Internacional para la Investigación del Holocausto de Yad Vashem, reconocía
que el pasado había dejado en cada uno de
los sobrevivientes un sedimento profundo que los acompaña toda su vida (Gutman,
2003, Holocausto y Memoria, Jerusalén: Graphit Press Ltd). Sedimento que les
deja también a sus familias, porque las heridas que no se ven son las que más
dolor provocan, sobre todo cuando pedir ayuda se considera un signo de debilidad
que amenaza a la nación.
La
compleja realidad de Seguridad de Israel hace que su sociedad viva en constante
alerta. Israel es un lienzo tejido con los hilos de la memoria. Memorias
cruzadas de identidades múltiples unidas por la palabra, la creación y el
destierro constante. Antes, cuando la vida cabía en una maleta, y ahora, que se
enfrenta igualmente a dilemas ante un miedo existencial que confrontan
creencias y expectativas y cuando el mito del sacrificio heroico se derrumba
ante eventos adversos que están fuera de control. Heridas en el alma de una
nación multicultural y heterogénea sometida a la ansiedad y la frustración de tener
que aceptar como normal la anormalidad de ser el único país del mundo
cuestionado en su legitimidad, y de vivir bajo el estrés de aceptar la pérdida
y el dolor como parte del precio de querer ser libre en un entorno hostil. Las heridas del alma nos acompañan toda la
vida, me recordaba hace ya algunos años con tristeza Eran Golani, un veterano
de la unidad Givati que perdió a
cinco de sus amigos una funesta noche de 1990 durante su servicio militar en el
Líbano. Cómo no sentirse impotentes frente a la exposición constante a una guerra,
los atentados terroristas, los frecuentes lanzamientos de misiles que
interrumpen la vida cotidiana o la pérdida de vidas sin ver una causa o un
propósito en el daño ocasionado, más allá del simple odio que manifiesta el que
empuña un cuchillo o atropella a unos transeúntes al azar.
La
certeza de querer salvarse necesita liderazgos fuertes y que una parte de la
población esté dispuesta a rendir al máximo nivel para poder sobrevivir y
transmitir normalidad a una ciudadanía que sigue necesitando la figura del
héroe que vive y muere por el Estado ante la ansiedad y la incomprensión que
genera las explosiones de alegría desatadas en los ambientes más radicales tras
los asesinatos de israelíes. Costumbre difícil de asimilar para quien no se
haya educado en un entorno social e institucional que glorifica el terrorismo y
premia las acciones criminales elevando la categoría social de la familia del
agresor. Un desafío que precisa de un tiempo nuevo para tomar decisiones críticas
sobre la capacidad para enfrentar las amenazas externas, pero también ante el desgarro
interno y la polarización que afectan a la identidad nacional.
El
19 de abril de 1943, en un contexto de adversidad, incertidumbre y muerte, se
gestó una de las hazañas más osadas y emblemáticas de la resistencia judía. Tres
organizaciones judías decidieron no resignarse al hambre, las deportaciones a
los campos de concentración y exterminio y a la barbarie nazi. Hoy, 79 años
después, cuando los héroes de sangre que
entonan cantos patrióticos son profetas de una ira que alaba el sacrificio del
alma, la yihad y la lucha armada contra Israel, los soldados de Israel seguirán
defendiendo a los israelíes del terrorismo, porque las olas de violencia
recurrentes, los discursos de incitación al odio y el antisemitismo son las
señales del recuerdo de aquel tiempo oscuro que no puede volver a pasar.
No
hay posibilidad de acuerdo y reconciliación con una sociedad enferma que celebra
el asesinato como forma de vida y que utiliza el terrorismo como vía para condicionar
la política internacional. Hoy, 79 años después, la fortaleza de un pueblo que
resiste unido a la barbarie y el sinsentido sigue siendo el pilar que
garantizará que en el futuro, el Estado de Israel se mantenga fiel a sus
principios democráticos en un entorno regional peligroso y en un área inestable.
Que las víctimas de este sangriento Pesaj
de 2022 Descansen en Paz, en la Tierra que os abraza con el corazón roto.